Esto que ves
no es una recatada y ligera nieve
de finales de invierno.
Lo que veo por mi ventana y lo que siento en mi cara al salir por la puerta del barco son gordos copos de nieve y una escena absolutamente invernal. No me sorprendería si regreso al Centro y han colocado un arbolito con esferas y luces y en la noche en el restaurante ponen villancicos. ¡Pero estamos a mediados de abril! Al parecer aquí nadie se ha enterado de la fecha.
Lo que veo por mi ventana y lo que siento en mi cara al salir por la puerta del barco son gordos copos de nieve y una escena absolutamente invernal. No me sorprendería si regreso al Centro y han colocado un arbolito con esferas y luces y en la noche en el restaurante ponen villancicos. ¡Pero estamos a mediados de abril! Al parecer aquí nadie se ha enterado de la fecha.
Está nevando
en serio. Tanto que si sigue así toda la noche mañana será difícil llegar hasta
el barco para trabajar. Llevo ya escritos ocho cuentos. Me voy a tomar un día
de descanso. Mañana trabajaré desde temprano. Esta noche quiero tomar chocolate
y malvaviscos y sentarme frente a una chimenea a leer una novela de detectives.
La nieve se
está acumulando a gran velocidad. No me imagino este lugar de otra forma. Tanto me daba miedo el frío y ahora, si fuera por mi, que no llegue nunca la primavera a Banff.
Hoy Ricky, mi fabuloso
vecino instantáneo del bosque nevado, nos invitó a un grupo a su pequeño estudio
para compartir su música. Nos leyó los poemas de Langston Hughes y Dorothy
Parker en los que se inspiró para componer esas canciones. Nos contó la historia del poeta Vachel
Lindsay quien fue a Washington a dar
un recital de poesía. Al llegar fue a comer a un restaurante y se dio la suerte
de que Langston Hughes era su mesero. Hughes, un poeta afroamericano, genial, y
absolutamente desconocido, le
entregó a Lindsay algunos poemas suyos. En la noche, cuando llegó la hora del
recital, el poeta anunció al público que no leería sus textos sino los poemas
de un poeta superior a él, su mesero, Langston Hughes. Ricky tocó el piano y
cantó. Nos habló como si estuviéramos tomando café juntos, con esa soltura y
naturalidad. No era un
espectáculo, era un reaglo el que nos ofrecía. Nos contaba capítulos de su vida
a través de sus canciones. Su música, nos dijo, habla sobre todo acerca del
lamento, la profunda pena que se siente cuando se ama y se pierde a esa persona
que se ama, para siempre, a la muerte.
Nos confesó que cuando murió su gran amor, a quien él cuidó durante
años, vivió de luto y desamparado durante cinco años. Su único motor era hacer
música para conmemorar ese amor y plasmar allí todos sus recuerdos. Nos leyó un
poema que después se convertiría en una obra entera de teatro. El poema narraba que antes de que muriera,
una mañana, Ricky entró al cuarto de su pareja y lo miró y se imaginó que viajaban en ese momento a todos los lugares que ya no conocerían en persona juntos.
Por fuera caía
la nieve y yo miraba a cada uno de los que estaban allí viviendo ese momento conmigo.
Gente con la que he conversado, reído, bailado, brindado y que se van de
regreso a sus vidas normales mañana por la mañana. Parten de nuestra isla de la
fantasía y probablemente, a menos de que suceda algo extraordinario, no las
volveré a ver en persona. Guardo sus rostros, sus palabras, un par de momentos, sólo eso.
De pronto me
acuerdo que llevo una semana aquí, ¿es esto posible?. ¿Sucederá esto cada
semana?
Creo que Banff no es una isla de la fantasía sino un lugar muy real, donde la inconveniencia del amor es el dolor de querer a la gente que inevitablemente se marchará a otro lugar.
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